MEDINACELI

 

(SORIA)

 

MEDINACELI ES EN VISIÓN DE UNAMUNO "BARBACANA SOBRE ARAGÓN EN TIERRA CASTELLANA"

 

Centinela de los confines de Castilla y Aragón

Cuando el viajero que circula por la carretera general de Madrid a Barcelona ve el indicador de Medinaceli, no debe confundirse; aún no está en la villa ducal.

Se encuentra en un moderno anejo; para llegar a su destino deberá subir una pronunciada cuesta, pero la desviación bien vale la pena.
 

Medinaceli está posada en un formidable escarpe de más de 200 metros de altitud sobre la cabecera del río Jalón.

Recortándose en el cielo, las siluetas inconfundibles de su arco romano y de la atrevida torre de su colegiata.
 

 

 

 

EN LA MISMA PLAZA ALTERNAN LAS EDIFICACIONES SEÑORIALES, A BASE DE SILLERÍA

 

El viajero que sin prisa asciende hasta allí, se sentirá ganado por las evocaciones de una de las más ilustres y antiguas poblaciones sorianas, en los confines de Castilla y Aragón. A nadie le pesará una incursión al pasado por la que Gerardo Diego llamara: ”ciudad del cielo, soñada, recostada, en la arista tajadora…, ciudad dormida, despierta y sobre tus alas plegadas, que tienes ancha la puerta…”
 

Los celtíberos edificaron en esta atalaya la primitiva Ocilis, colonizada después por las legiones romanas de Quinto Fulvio Nobilior en el siglo II a. J.C., que aquí establecieron una ciudad campamento en toda regla, de la que quedan abundantes restos, por la que pasaban las calzadas de Toledo a Zaragoza de Uxama (Osma).

De la dilatada presencia romana han llegado hasta nuestros días restos del fuerte recinto amurallado (se ha descubierto uno de sus lienzos contiguo a la puerta árabe) y, sobre todo, el incomparable arco triunfal, erigido por el cónsul Marcelo (siglos II al III), único en España de tres arquerías, la central para carruajes y las laterales para peatones, al modo de los de Septimio Severo y Constantino.

 

 

EDIFICIO DE LA ANTIGUA ALHÓNDIGA DE LA PLAZA MAYOR CONSTRUIDO EN 1653

 

Magníficamente conservado, a pesar de la erosión, desde él se domina un sugestivo y amplio panorama del valle de Arbujuelo, de tan cidianas evocaciones.

Precisamente la reiterada presencia y minuciosa descripción de este valle y sus alrededores es una prueba esgrimida por quienes defienden la teoría de que el anónimo autor del Poema de Mío Cid era natural de Medinaceli.
 

Tampoco a los moros les pasó desapercibido el valor estratégico de la que denominaron Medina Ocilis; según Al Rasis, poseía unas construcciones militares inigualadas en al Ándalus, base de las victoriosas campañas de Almanzor.

Que aquí expiró un día de agosto de 1002.
 

Adquirió su mayor preponderancia en tiempos califales, bajo el caudillo y poeta Galib, que construyó una extensa alcazaba, así como otra fortaleza en el vecino cerro de Villavieja.

Los restos más notables de este período son la recientemente restaurada puerta de la villa y la iglesia de San Román, sobre una primitiva mezquita.

 

 

 

 

DE LA ANTIGUA OSCILIS EN LA VÍA NATURAL ENTRE EL EBRO Y EL TAJO, ARCO ROMANO DEL CÓNSUL MARCO MARCELO
 

Alvar Fáñez de Minaya, sobrino del Cid y capitán de Alfonso VI, reconquistó y sometió a tributo Medinaceli, y Alfonso el Batallador inició su repoblación. Siglos después, los Reyes Católicos la erigieron de uno de los ducados más ilustres y poderosos de España.

 

Al patronazgo de los duques de Medinaceli se deben muchos de los más nobles edificios que aún engalanan la villa; la ex colegiata de Santa María (siglo XVI), de un gótico decadente, con airosa y elevada torre, buena rejería y panteón ducal hasta el siglo pasado; el monasterio de clarisas de Santa Isabel, también gótico, y el palacio ducal.

Entre los siglos XVI y XVII se levantaron otras linajudas mansiones.
 

 

 

PALACIO DUCAL

 

La villa es un dédalo de calles, callejas y recoletas plazuelas, en la que paulatinamente van afincándose artistas e intelectuales foráneos que están devolviendo a Medinaceli una vida que parecía ya extinguida.
 

El centro urbano lo constituye la gran plaza Mayor, rodeada por vetustas construcciones de dos plantas sobre soportales, entre las que se señala la antigua Alhóndiga, sobre la que emerge la poderosa torre de la colegiata.

Otro de los edificios es el palacio ducal del siglo XVII y al que, en el XIX, amputaron sus torres laterales.
 

Allá por noviembre, la plaza Mayor se convierte cada año en ruedo nocturno, iluminado por hogueras, para correr al toro júbilo o jubillo, espectáculo alucinante y estremecedor que une dos cultos ancestrales; el del toro y el del fuego.

 

 

CASONA HIDALGA DEL SIGLO xvii

 

El toro, embadurnado con arcilla para que no sufra quemaduras, lleva unas astas de hierro supletorias con dos bolas de fuego en sus puntas.
 

Los mozos lo hostigan y lo burlan amparándose en las hogueras, pues en ese juego consiste el rito; el toro no tiene que morir.


EL ARTE DE LA REJERÍA

Desde sus más sencillas realizaciones, con sólo los elementos indispensables, hasta las más elaboradas de gran belleza y profusión decorativa, la reja, que nace de una necesidad estrictamente utilitaria, la seguridad y protección de los huecos de las construcciones sin ocultar la visión al exterior, cumple esta función alcanzando un elevado sentido estético.

La rejería empieza a tener importancia en la España cristiana a finales del siglo XI; antes de esta época, la forja estuvo principalmente dedicada a la producción de armas.

En su evolución no se ha limitado a la creación de rejas o protecciones de balcones y vuelos de fachadas, sino a todo tipo de objetos, en un deseo de embellecer los instrumentos de la vida cotidiana.
 

Las ferrerías han trabajado activamente en Castilla en la forja de rejas, barandillas para balcones, herrajes de puertas, veletas y demás piezas que vemos en casas, iglesias y edificios públicos de pueblos como, Medinaceli, Peñaranda de Duero, Pedraza, y otros muchos.
 

El duro y penoso trabajo de la forja comenzaba por una preparación de la materia prima, mineral de hierro, a la que era preciso limpiar de sus impurezas.

Para conseguir un material más puro u de densidad adecuada, el mineral de hierro se fragmentaba, cribaba, fundía y golpeaba, con lo que se suprimían escorias y minerales de adición; finalmente se cortaba en trozos del tamaño adecuado.

Estos tochos eran calentados en hornos de carbón, a los que se les aumentaba su poder calorífico por medio de una corriente de aire producida por fuelles, hasta que alcanzaban la temperatura en la que el hierro se hace dúctil y maleable; se estiraban y forjaban, a veces con ayuda de plantillas, para darles la forma deseada.

 

Terminada la operación, la pieza al rojo se introducía en un recipiente con aceite, para conseguir una cierta resistencia a la oxidación.
 

Así se realizaban, por separado, todos los detalles del motivo o reja, que eran unidos más tarde mediante grapas o remaches.

Primero se armaban los bastidores lisos y después se rellenaban los espacios entre barras con toda clase de juegos ornamentales, dentro de composiciones simétricas y repetitivas de notable belleza, lo que producía una imagen de solidez y permanencia que ennoblecía los edificios a los que se incorporaban las rejas.
 

Resulta lamentable que el desarrollo tecnológico (elaboración de minerales en altos hornos y fácil obtención de todo tipo de materiales) y los avances industriales hayan contribuido a la desaparición de esta bella artesanía y, con ella las tradicionales herrerías y su artística producción.

 

 

PINCHAR EN LA FLECHA PARA VOLVER ATRÁS